Noveno mandamiento

Hasta ese momento creía que todos los amaneceres eran iguales: su cuerpo, luz, pereza, café. Este fue diferente: luz, su cuerpo, otro cuerpo, amor, sorpresa, anhelo y una hora después: el regreso impetuoso a la realidad luego del sueño de una noche de verano, del beso de la bella durmiente y de la caída del muro del pudor. Pudo haber sido sólo una historia de sexo o de amor.

El primer encuentro fue sólo una formalidad del destino para crear un comienzo certero. Sin embargo, no fue así. Tomar ese café no fue la primera vez que se vieron tan sólo fue una cercanía que les permitió percibir sus olores. Él, nervioso, la miró no más de cinco veces a los ojos, no paraba de fumar, doblaba con delicadeza la servilleta intentando concentrarse en algo que disimulara la pérdida momentánea de cordura. Ella despeinada, fría, sonriendo y tocando su cabello por cada dos frases dichas, no dejaba de observar lo que él hacía; la servilleta minuciosamente doblada, sus piernas temblando; ansiaba algo, su mirada incisiva pero esquiva. Un encuentro que materializaba la intensidad de un deseo que había estado macerándose durante años.

El encuentro no fue casual, la excusa fue planeada para una plática convencional: un posible reencuentro familiar entre padre e hijo, pensó ella. Sin embargo, para tal reencuentro transcurrieron tres meses mientras que el deseo embotellado estalló al otro día con un saludo simple y lúcido en un “mensaje de texto”; (camuflaje perverso de la impaciencia).

Escribió él. Respondió ella.

Al reencontrarse sus miradas duraban poco tiempo sosteniéndose por el pudor que les causaba descubrir que no estaban ahí para hablar de las decepciones familiares ni del surgimiento laboral en el que se encontraban. Un deseo invasor era somatizado en aquel encuentro, miradas que fácilmente se caen, piernas que tiemblan, ideas incompletas, frases tontas, pensamientos autocríticos frente a las circunstancias: “¿está mal?” (La culpa religiosa pesada y abrumadora).

“¿Cómo está todo?” una frase introductoria que no dice nada, es sólo un sonido emitido para darle melodía a los latidos del corazón y en este caso a la culpa laica de no haberse visto antes.

Con una gran tensión tenían que despedirse. El encuentro fue abrupto. Pudieron haberse desnudado en aquella cafetería y consumar el deseo. Ser amantes fue un destino compartido desde el día en que se dijeron: “mucho gusto…”.

Vodka, cerveza y ron mejoraron el segundo encuentro. Un día después, el mensaje de texto dio lugar a una noche que se hacia escéptica frente a la inconformidad y la insatisfacción. Pasión en infinitivo para un cuarto de hotel que no logró desmoronarse con la agitación del deseo que dibujaba una mancha en la tribuna de lo “convencional”: “No desearás a la mujer de tu prójimo”.

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