LORD

Amaba usar la vieja máquina de escribir de mi padre en la primera década del siglo XXI. La tinta la conseguía con un comerciante chino que lloraba de placer con mis chistes.
No había otra manera de escribir esa historia de amor. La máquina de escribir alimentaba una experiencia que aclamaba el pasado, el tiempo de donde quería que saliera mi historia y el tiempo de donde surgieron estas máquinas, inmersas en ese momento particular donde el Barroco y el Romanticismo se fundían y confundían.

Así soñé mi historia de amor, desde la furia superlativa del deseo, desde el significado sublime del detalle. Alto, delgado, media barba alrededor del rostro, ojos café como su cabello, alemán de nacimiento, políticamente francés e inglés por convicción. Soñé mi amante sin prejuicios, rico, cínico, sin mucha arrogancia y cierto orgullo, mi poeta decimonónico. Con una inclinación morbosa hacia las mujeres mayores, astuto frente a ellas con sus palabras, con su mirada sugerente, con su desenfreno con erección pero sin dejar de amarme. Yo por encima de ellas, cavando siempre un nuevo remordimiento cada vez que exponía su rostro frente al espejo. Yo, la que recibía halagos compartidos pero con su mirada sujetada por la mía mientras sostenía su barbilla con ambas manos, yo la que lo erizaba susurrándole juegos sexuales en medio del sermón en la iglesia, yo la que irrumpía en su pensamiento suprimiéndole un verso formidable, yo la que le inspiraba el valor de gastarse lo ganado en el mes en una noche de vino, yo la que lo recibía para ofrecerle el dinero perdido, yo siempre proyectando mi amor en su sonrisa alucinógena, alienígena, alienante.

Él, con barba temiendo a mi forma de amarlo y amándome por ello. Yo, sin corsé.

Una historia que ha dejado sin tinta mi máquina, obligándome a teclear con más fuerza innecesaria la laptop y a esperar el chino con nuevos rollos de tinta negra.

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