Cielo

Samuel me explicó que encontraba placer en observar los globos desaparecer mientras ascendían, siempre le preocupaba ocasionar un accidente aéreo si estos tropezaban con las ventanas frontales de los aviones. Para sus escasos ocho años de edad era muy preventivo, por eso decidía elevarlos en el lado más alejado del aeropuerto. Algunas veces mientras contemplaba los globos acostado en las aceras, el césped o en el techo, se distraía con alguna nube, le gustaban las figuras de las nubes que venían con lunares, se preguntaba si sería alguna golondrina atascada, sabía que las nubes sugerían ese aspecto inflado por la cantidad de globos que los niños elevaban. La intención siempre era esa, que quedaran atrapados entre las nubes para que estas tuvieran donde sostenerse cuando llovía y nevaba y así evitar que se cayeran con el peso del agua y la nieve. Obsesionado con el cielo, Samuel me preguntó si había señales de tránsito para el transporte aéreo, le dije que sí, en las pistas de aterrizaje, me manifestó su decepción cruzando los brazos y diciéndome que esperaba que en el cielo hubiese semáforos “magnéticos ultrasensoriales” como él mismo los calificó, que debía tener sus propias señales y reglas, que a lo mejor un día los niños se entretendrían jugando en sus computadoras y olvidarían elevar globos, que quizá las nubes se caerían, que si el cielo estaba tan vacío por qué Dios no había hecho nada para mejorarlo porque él todo lo podía hacer, le había dicho su abuela. En un momento de silencio los dos tendidos sobre el césped, masticando chicle y moviendo los pies como un abanico que se abre y se cierra frenéticamente. Samuel alienado por su decepción y mirando fijamente hacia arriba, como quien piensa en voz alta me dijo: Dios es pura mierda. Debí orientarlo inmediatamente, lo sé, no estaba bien que en esa edad de ilusiones y esperanzas hablara de esa manera, así que espere unos minutos más y le di una lista de adjetivos con los que podría reemplazar la palabra “Mierda”.

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