NATALIE

Clase media alta, familia de pensamiento más práctico que reflexivo. Una estudiante de música en la escuela más prestigiosa de su pueblo. Para el año 1787, las señoritas solían entusiasmarse con la llegada de los soldados a la ciudad, era una manera de concretar relaciones amorosas o aventuras sexuales clandestinas y pasajeras. Nada diferente a estos días, sólo que ahora no importa ni la clandestinidad ni el oficio del presunto caballero.

Natalie tenía veintiún años, era delgada, no muy baja, rubia y con mirada verde y despreciable, como decía su hermana menor. Tenía un talento especial para tocar el piano y su compositor favorito era Mozart, lo consideraba apuesto, brillante y socialmente desencajado. Le atraía la perversión que, según ella, sólo se encontraba en el buen arte. Secretamente, había releído cinco veces a Justine de Marqués de Sade y solía masturbarse después del almuerzo en las afueras de la casa cuando su hermana no la acompañaba a dar un paseo por la pradera. Con un talento para los buenos modales incluyendo la buena postura, el manejo de los utensilios en la mesa y un léxico que la acusaba como extranjera dentro de su familia, Natalie lograba ganarse el aprecio de las familias más distinguidas de la ciudad cuando asistía a los bailes públicos con el fin de demostrar sus habilidades como intérprete del piano más que como bailarina, aunque no danzase mal. Pero hallaba cierto placer arrogante en observar a las personas moverse al compás de la música que se desprendía de sus dedos.

En una de las reuniones celebradas en casa del alcalde donde Natalie fue invitada con especial afecto por parte de la esposa, asistió el sobrino de ésta, quien, como es de imaginar en este tipo de historia de “época”, era la referencia de un joven escandalosamente hermoso, con una inteligencia básica y con un mucho dinero para heredar.

Ya mencioné a la chica, ya mencioné al chico, la suma está clara. Lo cierto es que Natalie devengaba una cantidad de pretendientes aun cuando estuviese comprometida con el lord, sobrino del alcalde. Pero su orgullo sólo iba in crescendo cuando estaba en medio de una conversación masculina sobre arte, tocaba el piano para una élite o exhibía los modelos clásicos de sus majestuosos vestidos.

Muchos regalos, muchos presentes, muchas fiestas, muchos vestidos, Natalie estaba aburrida. Tocar el piano había dejado de ser una pasión para convertirse una afición. La manera de distraerse de la mediocridad de su prometido rico estaba agotada. Necesitaba otra escafandra. Y la encontró; se llamaba Louis, vendedor de frutas y vegetales en el mercado de la zona norte. Alguien con quien experimentar y materializar las narraciones de Sade, ensuciar los vestidos aristócratas mientras hablaban de la necesidad de la revolución para acabar con la monarquía, además de comentar los sonetos de Shakespeare y la suerte de María Antonieta como una mujer con inteligencia media.

Mientras esperaban que estallara la revolución, Natalie visitaba con frecuencia el mercado de las frutas, una mente sana en un cuerpo sano, solía decirle a su ahora esposo, el sobrino del alcalde, con una sonrisa de rostro inclinado y mirada lateral (o despreciable, según su hermana); Louis la esperaba en las tardes cada dos días en la bodega donde guardaba su mercancía con cierta ansiedad soberbia; Napoleón repasaba la fórmula para cambiar al mundo y Lord Byron amenazaba con nacer.

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