Rubia sueña, alguien lee

Hacía lo que le daba la gana ¿Qué más podía pensar de ella y de su vida? Una vez intentando salir de un profundo sueño, se dispuso a despertar, observó a su alrededor para conseguir más seres conocidos, sólo se consiguió con un chico blanco que se presentó como Yatmi, ya no había candilejas que tosían, ni mutaciones de elfos con objetos del hogar, había aparecido un hombre extraño, Yatmi. Mientras me contaba lo que había soñado no podía dejar de mirar esas piernas de millonaria rubia neurótica que agregaba más drama a su sueño sólo para alargar la sesión, y prolongar la certeza de manejar su Mustang negro hasta el estacionamiento de su pent-house en la zona norte de la ciudad. Era una decadente rubia solitaria de veinticinco años con la insatisfecha necesidad de no sentirse sola, a juzgar por sus sueños, sus relaciones amorosas y su vida sexual, su necesidad no era la de querer estar acompañada sino la de no sentirse sola. Por eso pagaba mis servicios de sicoanalista y me invitaba a almorzar cuando robaba parte de mi hora disponible en medio del día. La ética nunca fue mi fuerte como profesional, cómo serlo con aquellas piernas que amenazaban con estallar desde su perfección y esa voz de diosa estrangulada hablando de una realidad paralela en la que parecía desear vivir.
Érase una vez, aburrido de escucharla hablar de sus mundos en el inconsciente le pedí que redactara lo que soñara durante esa semana para yo leérselo en la siguiente consulta; una especie de dinámica para obligarla a que me observara y buscará en mi esa sensualidad que, intuyo yo, debe tener todo hombre (sicoanalista) cuando lee con extremo cuidado lo que una mujer rica y melodramática ha escrito. Entonces me escribió lo siguiente:
“Sueño día 23: en medio de la noche todo se tornaba de metal y frío. Esta vez los perros aparecieron con una sola cabeza y las hienas muy serias sólo observaban como estos se lamían los unos con los otros…” paré de leer, ese verbo había congelado la parte derecha de mi intelecto y estremecido la otra parte de mi pene. Además era significativo que las hienas estuviesen serias viendo como los perros se L A M Í A N. Los primeros diez segundos de pausa fueron para mirarla a los ojos y contener mi deseo de arrebatarle el vestido plateado que contorneaba su figura. Entonces le pregunté cómo se había sentido escribiendo aquello, “temerosa de que usted no fuese capaz de terminar de leerlo”, un ligero y contundente derechazo de boxeador profesional había dibujado aquella rubia con sus palabras. Un estremecimiento aún mayor: está buena y no es nada tonta; ésta tiene que revolcarse como la mejor de las putas. Tentado a emitir éste juicio sicoanalítico, dije: creo que su espera no es sólo por el amor su espera es por el deseo, todos los deseos, incluyendo el deseo de amar. ¿Amar doctor? creí que sólo estaba aquí para tropezar con el deseo, simple y bastardo.

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