Dos más dos más uno

Sacarina lloraba clandestinamente después del sexo con sus amantes ricos. Se observaba satisfecha en su melancolía. Cuando le pregunté a mi padre por el nombre real de esta chica y si había sido su amante; no supo que contestarme, en ambos casos intuyo que fue el pudor el que lo detuvo. Mi padre no la mencionó más pero mi curiosidad despierta ya no podía dormirse, lo persuadí por varios días para que me dijera más de ella y aunque no lo hizo, me dio una dirección donde, según él, podía encontrarla.

La dirección me ubicaba en un parque de un sector pudiente de la ciudad, debí mostrarle mi carné estudiantil al vigilante e inventarle no se cuantas cosas más para entrar. Me vi sola y disminuida en medio de aquel parque ostentoso.

Sacarina era la mujer de un narcotraficante retirado en buena lid por sus socios, ya que, como buenos religiosos, respetaban la decisión de un sacerdote y, de este modo, evitar malos augurios con el negocio. Entre algunas historias de Sacarina, lo primero que escuché se basó en sus emociones y sus relaciones sexuales. Para ella solían ir en sentidos contrarios. Siempre se enamoraba de los tipos con los que no podía estar, era una manera de asegurar un dinamismo emocional e independencia existencial. Y en líneas generales, los romances con sus clientes nunca trascendían la compasión maternal por la vida miserable que estos se proveían.

Una parte exuberante de la vida Sacarina era su hermana Beatriz. Biológicamente su gemela, un alter ego moralmente. La una era la corriente contradicción de la otra. Una: prostituta, la otra: conservadora. Criadas bajo el mismo nivel social, pudieron ir a la universidad. Paula, el nombre real de Sacarina, se graduó con un promedio aceptable en Derecho y la opción de hacer estudios internacionales, que rechazó. Beatriz Médica y aún en espera de la opción para estudiar en el exterior; sus notas un poco más bajas no le facilitaron el posgrado.

Beatriz maceraba una perversión al ser la única que sabía el secreto nocturno de Paula, quien tuvo que contárselo en la sala de espera del hospital antes de saber que no era portadora del VIH. Al final de una dramática discusión Beatriz la apoyó con la condición de que usara una máscara mientras estaba en el burdel. El parecido entre ambas era espeluznante, evitar futuros confusiones era razonable.

Beatriz estaba casada con Marcus, un ex novio en la vida universitaria de Paula. Eran una pareja con toda la distinción de la perfección marital: buenos ingresos económicos, una vida saludable, la tranquilidad de un matrimonio sin hijos y una monogamia como la de cualquier otra pareja: cuestionable hasta que se demuestre lo contrario.

Paula y Marcus habían sido nuevamente amantes a partir de la complicidad de las gemelas en el asunto del burdel de la calle 27. Sólo alimentaban lo que había comenzado en la universidad, una atracción sexual fundada en lo prohibido, en la universidad los motivaba la presunta virginidad de Paula.

Beatriz amenazaba a Paula con delatarla frente a la familia sino dejaba de tirarse a su marido y Paula amenazaba a Beatriz con quitarse la máscara y anunciarse bajo el nombre de una médica. Ambas cuidaban sus intereses y rápido se enfriaba el conflicto.

En un espejo: Beatriz esposa virtuosa y ejemplar, Paula la abogada que trabaja incansablemente.

Aunque a Marcus no le desagradaba la idea de vivir bajo el mismo techo con las gemelas, le frustraba verse involucrado y no comprender el comportamiento de ambas como hermanas. Una confusión deleitosa cuando se reconciliaban, cual trípode, en los juegos sexuales simultáneos. Paula y Beatriz convertidas en una sola mujer escindida y solidaria con el pene en la unanimidad del goce.

A la calle 27 llegó un día “El Inri” jefe de los “dealers” de esa zona. Después de compartir varias horas con Sacarina ambos decidieron que era el momento de crear un proyecto común de vida.

La celebración de una boda pomposa donde los miembros de la seguridad duplicaban el número de los invitados alarmaba un poco a los familiares de Sacarina; sonriente y embriagada mientras “aceptaba” frente el sacerdote; estoico y temeroso de estar oficiando aquella misa para un ex cófrade por petición personal de Beatriz; nostálgica y convencida de que el nombre del nuevo monógamo sería Marcus; confundido, melancólico y mediocre como quién debe sobrevivir con la mitad de alguien. La mitad del amor de Beatriz, la mitad de su histeria, de su sonrisa y de su sexo.

Sentada en el parque y mordiendo la punta del lápiz, pensaba que aquel barrio aristocrático respondía a un lugar donde podría vivir Sacarina. Nunca entendí por qué mi padre me dio una dirección falsa en lugar de negarse solemnemente a hablar del tema.

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