Mis Muchachos

Un día lleno de barro. Caminando solo en el parque le reputeo la madre a esos cisnes soberbios; como si su linaje descendiera del cristal, como si a nosotros nos importara lo que ellos pudieran pensar, como si nadie sospechara que están allí para escucharse a sí mismos. Les lanzo un puñado de la perrarina de mis muchachos, lo devoran, les lanzo otro, el vigilante me saca del parque, malditos cisnes.

Llego a casa, un poco de tiempo, un poco de paz, un poco de calma. Nada como un día caluroso para recordar los fracasos consecutivos de días pasados frente a la ventanita panorámica. Comienzo con el día en que abandoné mi formación como periodista por las más obvias y elementales razones.

Desde hace días he sido un punto brillante sobre un fondo de ira naranja.
Pienso en esos momentos donde la rabia me expropia e intento llenarme de la nobleza de los perros que rescato de la calle, de la sarna, y del hambre en algunos casos. Generalmente los acompaño en esos días donde el pan no deja rastro ni de su olor. Rescatar del hambre a catorce perros, incluyéndome, es una tarea financiera un tanto complicada para alguien con un sueldo de “fotografiador” en un cubículo de dos metros cuadrados.

Mis muchachos sabían cuidarse solos. La mayoría tenía rasgos superlativos, estaban: Frailin, el más juguetón, Berrinche, quien sabía que cada uno es como se llama y yo, quien solía ser el más callado de los catorce, a veces creo que esa fue la razón por la que logré convertirme en su líder, eso y el hecho de que yo no intentaba ser bienvenido y fraternal cuando estaban comiendo. Un poco de silencio y urbanidad me otorgaron un poco de poder sobre sus vidas.

La ausencia de clientes se agudizaba cada año, se suponía que en diciembre las personas querían eternizar con sus amigos o familiares un momento de alegría y adherirlo al álbum fotográfico que guardaban en su mesa de noche. Cómo competir con los marcos virtuales de los teléfonos personales, con sus temporizadores, con las cámaras digitales de alta definición y vistas panorámicas. Sin embargo, este último mes del año se notaba la alegría, la esperanza y la expectación en los rostros de las personas que se acercaban al cubículo por el formato fotográfico para el pasaporte. Cuánta alegría en aquella futura extranjeridad. Las fotos tipo carné no me ofrecían mucho para comprar mi Nikon “profesional”. Al menos la cámara tendría el adjetivo.

Mis sienes húmedas ratifican la intensidad del calor. Saco un pequeño álbum de la mesa de noche donde guardo las fotos de mis muchachos. Mi favorita es donde aparecen Frailin y Jugo haciendo las típicas poses antes del sonido del obturador y Bochinche se retumba sobre ellos arruinándoles la sesión. Frailin se muerde la lengua. Quién sabe si de haber conocido a mi familia biológica estas fotografías tendrían el mismo valor dramático.

Cuánta nostalgia hacia mis muchachos. Me pregunto si al haber organizado las luchas entre ellos se habían olvidado de que se trataba de un juego; quizá por causa del hambre o por la hidalguía de ser el mejor frente a mí. Mientras limpiaba la sangre pensaba en el descuento de perrarina que habría la siguiente semana. Cavando la fosa común en el reducido patio de mi nanocasa, me preguntaba si había posibilidad de seguir teniendo una vida de perro para honrar a mis muchachos.

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