CARRO BOMBA

Papel sanitario usado a la mano para secarse las lágrimas. No le importó, total, ya la habían dejado hecha mierda. Aparecieron dos pero fue el más fuerte con cicatrices en los nudillos de las manos quien alardeaba su apetito lascivo. Cicatrices corrugadas y ásperas sobre el rostro en el primer golpe imperativo. Tirada en el suelo sentía un hormigueo en la mejilla como si repentinamente su piel aumentara de dimensiones.

No le caigas a coñazos, marico. Tú cállate la jeta güevón, o tú crees que se me va a parar el güevo viéndole las pantaleticas a la puta esta.

El hilo rojo y viscoso en la comisura de la boca victimizada permite que la erección comience a manifestarse en Yilbert, quien se apura a bajar el cierre del pantalón, la catira se levanta e intenta correr cuando siente un brusco jalón que le quema el cuero cabelludo.

JADEOS, jadeos.

La sangre que chorreaba del pene, producto del sexo anal, pasaba por la ingle de Valentina haciendo un pequeño charco que lubricaba la fricción entre su vulva y el pavimento.

Entra, sale. Acaba.

Era la primera vez que caminaba de noche para comprar droga, pero la depresión ameritaba arriesgarse y demostrar que valía la pena la vivir.

¡Ajá! A la perrita le gusta el ruso. Mira lo que conseguí en la cartera, dice el compañero de Yilbert mientras se guardaba el perico con marihuana en el bolsillo. Déjale los juguetes a la niña pa’ que resuelva porque no aguantó la pela. Perro, yo no me voy a quedar mirando pal’ cielo, pásame la pelota güevón. Mamagüevo, lo papi dandy pa’ más tarde porque esta puta se está desangrando, yo piro.

En el suelo, Valentina, entre los sollozos, logró arrastrarse hasta el costado sombrío del contenedor de basura para ocultarse. Después de limpiarse las lágrimas, aún boca abajo, encendió un ruso que guardaba dentro de los botines de cuero y suspiró.

En la camilla de la enfermería policial siente náuseas. Doce horas después logran localizar a su madre, cuyo rostro de tristeza no lograba definir un motivo; una hija drogadicta, una hija violada, una culpa disimulada.

Al regresar a la universidad, los policías aún no arrestaban a los violadores, pero ya habían reprendido a Valentina por su imprudencia con el apoyo de la familia y el psicólogo. Pasiva, ensimismada, recetada. Sin abandonar el contacto con sus compañeros, principalmente con John, el chamo del octavo semestre que la sentenciaba por sus paseos nocturnos y que para cuidarla, se ofreció, en un acto de cordura, conseguirle la heroína e inyectársela alejándola de los riesgos.

De vuelta al orden, sin  asombros, Valentina se sumerge en un playlist opacado por la lluvia y el humo en la habitación de John.  

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