SUBSIDIO

Intuyó que era sangre al sentir un líquido caliente en su pie. Era sólo café derramado después de la patada que le descargó al contenedor de basura. Me caí en la alcantarilla fue la excusa que todos escucharon cuando lo vieron cojear a lo largo del pasillo. Sin duda, y como siempre, fue el motivo de las risas y los comentarios de la imprenta. La noche anterior había sido testigo de otro de sus grandes fracasos. La licuadora estaba preparada, el incienso encendido, la música reproduciéndose, las lágrimas brotando, las ganas alimentándose, todo en orden de no haber sido por la llegada inoportuna de su madre con sus amigas; lamentó profundamente el día que le dio copia de la llave de su departamento. Suicidarse se había convertido en una de sus peores frustraciones. Tanto él como sus honestos compañeros de trabajo consideraban su vida insabora, y para que no le quedara duda de ello optaron por apodarlo
Moe. Esa noche, tampoco fue diferente, se sumergió y emergió mientras el humo del incienso fungía de telonero a los sollozos y los golpes al agua. Desde la bañera le respondía a su madre que no había cervezas.

Meses atrás, después de una discusión violenta con su madre sobre sus derechos en la casa paterna, ésta le confesó bajo la imprudencia de la rabia que no había sido hijo natural. Después de premeditarlo durante algunos días y acompañado por otra tristeza consecuencia de la muerte de su gato de la infancia, decidió lanzarse por la azotea de su edificio durante la madrugada; un indigente que deambulaba, al verlo gritó frenéticamente, los vecinos salieron, la policía y los bomberos llegaron, su depresión perdió fuerza frente a la humillación, y así su ego reforzado comprendió que ni siquiera su vida le pertenecía, lo único que creía suyo, sobre lo que al parecer podía tomar una decisión, se desvanecía. Le quitaban el derecho, la fuerza y frente aquel espectáculo, hasta las ganas de morir. El delito moral en el que incurría por querer manipular su vida y desprenderse de ella no era una opción. Siempre había planeado que su muerte coincidiera con su soledad rutinaria. Pero sólo era cuestión de intentar suicidarse para sentirse acompañado.

Ese día en la oficina se acercó a la compañera de trabajo que lo bautizó como Moe y le regaló el disco de Diego Torres que una señora le metió en el bolsillo, angustiada, cuando intentó lanzarse desde del edificio: Hijo, escúchelo y seguro que no vuelve a pensar en la muerte.

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