SEGUNDO ANIVERSARIO

Antes de pedirle matrimonio como ella lo había soñado (rodilla en suelo, luces tenues, gel en el cabello, desodorante…), él le pidió que le conjugara el verbo “cagar”, ella contrajo el rostro como si no estuviese acostumbrada a sus extravagancias, después de un fuerte suspiro de resignación: “yo cago, tú cagas, él y ella cagan…” antes de llegar a la primera del plural él cerró sus labios con uno de sus índices y lo olió. Hizo lo planeado, ella dijo que sí. Fueron dos semanas frecuentándose en el taller para finalmente entregarle la camioneta sin problemas de frenos y confesarle que era la mujer de su vida. Que podía probárselo cortándose la barba. Efectivamente, al día siguiente tras notar que ella había sido indiferente a sus palabras, logró que en su oficina se posara un envase de vidrio en el que abundaba pelo grueso y rizado con una nota: “Era tan sagrado como mi madre y ahora es tuyo”. Recibió un par de regalos más, antes de aceptar la primera cita. Ambos bordeaban los cincuenta años y no eran fanáticos del miedo. El primer mes de matrimonio: a él no le conmovía que dirigiera una escuela de pintura para niños “especiales” y a ella no le incomodaba su olor a grasa debajo de las uñas. Cena con cervezas en la ducha. Mientras jugueteaban con sus genitales húmedos, la revelación de que el envase de vidrio también contenía vello púbico. Continuaban las confesiones. Fue comprensiva cuando él dijo ser cocainómano. “El único problema con las drogas que alguien puede tener es el desconocimiento de su dosis” le respondió ella antes de desnudarse en la cocina. Piernas abiertas sobre el lavaplatos, se untó en la vulva polvo blanco. Él escupía la harina que aún tenía pegada en la lengua, ella sonreía de ternura y le susurraba el agradecimiento por su lealtad. Dos años después el mismo matrimonio, el mismo taller, otra barba, otras ganas, otras piernas, otros fluidos, otras drogas, las mismas sonrisas.

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