Cumpleaños
Estaba por cumplir sus treinta
idos años, le estaban ocurriendo cosas que tiempo atrás había previsto;
estabilidad económica, familiar, un poco menos de infelicidad y un poco más de
tranquilidad emocional. Organizó su
fiesta con amigos y familia, les mostró que estaba sana, que tenía buen gusto
para vestirse, que aún conservaba la cintura después de un hijo y que era justo
que olvidaran su pasado de drogas y desequilibrio.
Dejaron de ser frecuentes las crisis
nerviosas y de ansiedad, parecía estar sumergida en una niebla de tensa paz, la
sonrisa era sincera pero carente de pasión, una carencia reflejada en las
rabias y los deseos. Pisaba un estribo de serenidad casi monstruoso. Sin embargo,
parecía conservar un ápice de pasión para bajar los párpados cuando escuchaba
música, su música, la música. El Canon de Pachelbel era una melodía especial
desde su niñez, apreciaba todas sus versiones.
Algunas veces la escuchaba y se le escapaba una sonrisa tímida y
cómplice con un pasado que juega a reclamar autonomía. Instalarse en la
infancia y negarse a ser adulta, jugar a la pequeña que es mordida por el escorpión
azul que no permite que crezcan las piernas de las niñas saltarinas, juegos y mitos
de un tiempo le despertaban una sonrisa amplia y breve que luego desaparecía en
la realidad de un bebé fallecido, de una maternidad frustrada, de una infancia
inacabada, de un amor compasivo.
Se hacían las seis de la tarde y
la costumbre de algunos meses la llevaba a quitarse los zapatos y a caminar por
el jardín buscando piedras para susurrarles secretos antes de lanzarlas al río.
Algunos invitados se interesaron por esta actividad olvidando que el pastel
debía partirse antes del anochecer. La celebración por un año más de vida estaba
por terminar.
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