Negro y violeta
Quería escribirle una historia de
amor, quería nombrarla, pero siempre admití que su nombre era feo, no voy a
intentar reivindicarlo en un texto y arriesgar su cercanía y mis respetos
literarios. Recuerdo que la primera vez que la vi la alabé con un diminutivo: “Bonita
la hijoputica”. Bajó del peñero y mientras le daba la mano no dejaba de mirarle
la frente, en espera del contacto visual que me ubicara en un círculo de
certezas, sucedió. Coincidimos en el restaurante, los lancheros aún debíamos
esperar por el segundo tour, se acercó con una cerveza, me platicó del paseo
por su cumpleaños, le hablé de mis imposibilidades para estudiar en la universidad,
de mi madre enferma, de mi pobreza y de la biblioteca que heredé de mi abuelo.
En la reunión acordada después del paseo en lancha nos embriagamos, el inminente
intercambio de fluidos nos permitió acercarnos más, esta vez fue ella la que
habló de su vida, o de lo que quería que yo supiera de su vida, habló de su
inconformidad existencial, de una vida aburrida en Europa, de la frialdad de un
padre músico y la lejanía de una madre pintora, le comenté que por menos de eso
cualquiera sacaba voluntad para la satisfacción individual en mi miserable isla
y que había tenido acceso alguna vez a un original de Kandinsky por casualidad,
recuerdo que mientras le decía eso imaginaba su nevera y su despensa repleta de
comida variada, con etiquetas en diversos idiomas, de variados colores, algunos
envases vencidos, otros por vencerse y al parecer ella sin apetito y bien
perfumada.
En los siguientes días antes de su
regreso salimos, algunas veces a fornicar en la playa otras a cenar en algún restaurante
donde sus dólares eran bien venidos. También intenté enseñarle algunos
movimientos de los bailes de mi pueblo, se sorprendió al ver que conocía de hip-hop,
es un vestigio de mi negrura, le dije. Mi francesita nada logró aprender del
ritmo.
Las advertencias de los conocidos
para que no me fuese a enamorar no faltaron, yo estaba disfrutando mucho como
para preocuparme, había dejado de leer en los ratos lejos de la lancha y los
disfrutaba a su lado, sabía que dos semanas pasarían rápido. Y así fue. Nunca descarté
la posibilidad de ser el negro escogido para el turismo sexual de la rubia,
pero no me incomodó. Estaba tan aburrido de la mismidad de mi pobreza que
convertirme en el protagonista de una fantasía bien pagada por una niña bonita,
anulaba cualquier prejuicio maniqueista (comunista-capitalista). Al final del
día, lo disfruté bastante, no sólo esa supremacía al introducir mi pene en su embalsamada
vagina, sino el poder explicarle en buen español mi sentido estético de la vida
en medio de aquella mugre que insistía en escalar mi cabeza, no sé si me comprendió pero puedo
asegurar que se conmovió. Dos semanas después de irse logró que un editor amigo
de su padre publicara algunos de mis cuentos, y aunque sigo trabajando en la
lancha le agradezco con este texto a punto de enviarse, los diez ejemplares que
recibí. Me gustaría escribirle que despierto escuchando sus gemidos mezclados
con el sonido de las olas de medianoche, pero no llegué a enamorarme más que de
esas dos semanas. Puedo decirle, sin embargo, que espero su mensaje cuando deba
notificarme que mi talento ha sido reconocido en medio de una conversación apartada
de los zancudos y que mi posdata se resume en un agradecimiento por donarme su
laptop.
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