Teresa y Las Luciérnagas
El barro se mezclaba con la
sangre en sus rodillas, Teresa aún sollozaba con el rostro húmedo, el miedo
solapaba el dolor, temía por el regaño de su padre, sin embargo, antes de
llegar a la puerta él la había alcanzado para abrazarla antes de preguntarle
qué había pasado.
Mientras él curaba las rodillas y
le explicaba que cazar luciérnagas de día era difícil, Teresa le decía con
susurros mirando el suelo que esa mañana se había despertado azul y que la
única manera de romper el hechizo que el duende le había hecho era tragando
luciérnagas, que tenía miedo de que él la viese de ese color y que no quería
bañarse. Gabriel la miró con ternura y sonrió, la abrazó nuevamente sin tratar
de conseguir explicaciones a las argumentaciones de su hija ni de contradecir
lo que pudo haber sido un sueño o su ardorosa imaginación.
Esa noche fueron al cementerio,
Teresa nunca había visitado la tumba de su madre de día. La costumbre nocturna
de su padre obedecía a un misticismo que lo hacía creer que el espectro de su
amada se acercaba más a ellos y que probablemente en medio de las penumbras en
algún momento se mostraría serena e iluminada sonriendo para ellos y agitando
una transparente mano, se sentía ridiculizado por aquellos pensamientos cundidos
de escenas de Hollywood más que de su propia imaginación, observó las
luciérnagas intermitentes que rodeaban el lugar y quiso perseguirlas con la
boca abierta para romper su propio hechizo: el pacto doloroso con una ausencia
materializada cada mañana en el rostro de Teresa: frágil, pura, casi celestial,
una idealización justificada en lo incondicional. En el gesto sorpresivo del
que recibe lo que no sabe cómo pagar.
Terminada la transacción con el
vigilante que le permitía esas visitas nocturnas, Gabriel toma la mano de
Teresa para perseguir luciérnagas mientras ese vigilante ignora que en ese pago
también estaba remunerado el suspiro de un padre que observa la sonrisa juguetona
de una niña a unos cuantos metros de la tumba de su madre. Un misticismo real que
los envolvía y que hacía irrisorio el puñado de billetes que había tomado con
agradecimiento casi infantil el hombre barbudo de mirada somnolienta.
Fuera del cementerio, exhaustos
en el carro, estaban dispuestos a un helado cuyo sabor Teresa aún no lograba
decidir.
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