Abstinencia
Toc, toc, toc, toc, toc, toc…
¡Aaaaah!
Golpeaba apasionadamente la puerta por
la necesidad de calentar su sangre.
La camilla destendida, tubo de
ensayo roto en la mesa, ojos llorosos, rostro enrojecido y rodillas en el
suelo frente a la puerta figuraban como banda sonora de la angustia, de las
drogas baratas, de los medicamentos “limpios” de hospital, de la sangre alborotada
clamando paz, clamando la muerte de la desesperación, clamando más drogas.
Probablemente, en ese momento no
sabía qué quería, pero a partir de lo que no quería podía definir una certeza; desprenderse de la tolerancia
violenta de aquel verde en las paredes. Una habitación cuidadosamente acondicionada
para obligarlo a buscar un sosiego que no hallaba.
El cansancio por el llanto y los
medicamentos lo adormecieron un par de horas en el suelo. Las enfermeras no
llegaron, lo sabían.
Al despertar la angustia aún
estaba ahí, en la boca del estómago, en la mugre de las uñas, en el cabello
enredado, en las grietas de los labios mordidos.
En mi condición de vecino espía y cómplice de la rendija oportuna, me
dedicaba a desear el cese de su angustia, deseaba que la compasión se
manifestara en forma de Heroína, manifestación de su felicidad,
también lo desprecié, odié su cara boba, el rostro del que se ha dejado
aprehender por la secta de los “puros” ávidos de limpiar su sangre, y los que
nada saben de los desechos en su alma. Lo odié por mis reflexiones compasivas,
por mi esperanza, por mi deseo de rescatar lo inefable y por su egoísmo; por no
reconocer que yo también padecía en la habitación contigua, que mi dolor había
mutado con el suyo, lo odié por mi egoísmo; por dejar de lado mi dolor para
compadecerme del suyo. Lo odié por despertarme el odio porque en este hospital
yo buscaba morir con tranquilidad.
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