Amor a la ración
El verbo “intentar” lo uso desde
hace poco para conciliarme con la certeza. La primera vez que lo usé de ese
modo le dije a mi marido que yo intentaba entenderlo ¿o quererlo? No recuerdo.
La memoria selectiva no juega en favor de nadie frente a una ausencia reciente.
Su muerte no fue, ha sido, todos
los días es su muerte. Recuerdo.
Cuando lo conocí, no me
humedecían tanto los detalles inmorales como el cinismo de susurrármelos frente
a sus ancianos padres.
Cambió sus hábitos
alimenticios por mí, dijo. Comía lo que
yo considerara aceptable, a las horas que me agradaban. Lo amaba. Era amor
religioso, puro quizá, su autorrepresión para complacerme no me permitían
respetarlo, pero sí desearlo. Aunque muchos pensaban que era tonto, yo veía en
él esa parte ruda y mezquina usada sobre sí mismo que lo hacía humillarse frente
al gozo. Mi gozo. Lo deseaba por su
incapacidad de dominar su existencia, como si hubiese decidido su inferioridad
para gozarla también. Lo percibí en las exploraciones anales, los besos en
la frente y su mirada de amparo. Alguien satisfecho se cree capaz de proteger a
otro, y mucho de eso tenía nuestra felicidad.
Lo que más le gustaba era mi
proyección en el deseo de otros hombres, sentía poder en la imposibilidad de
que alguien diferente me poseyera. Disfrutaba que otros lo vieran a mi lado,
con una cercanía que permitiera el roce de los penes arropados, que me
imaginaran obligado a tragarme todo cuando se lo chupaba para luego decirle con
voz diminutiva y dominativa lo mucho que lo quería…
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