De aterrizajes y otros vuelos

Ningún plan es inocente. Hoy había decidido terminar un ensayo sobre filosofía de la violencia que la falta de presión académica, en estos días de éxtasis represivo, me ha permitido relegar, la intención: tener más tiempo para procrastinar frente a otras entregas sin empezar. Despierto feliz a media mañana agradecida con Morfeo y reviso un sms que me invita al aeropuerto. Luisana y Olga regresan de Caracas y me piden que las reciba en El Vigía.

Nunca supe cuándo ni por qué se fueron, la última vez que nos vimos fue hace un par de meses, justo antes de toda esta incertidumbre materializada.

Luisana es docente universitaria y Olga, su novia, aún es su estudiante. Tres niñas lindas de la misma edad, sentadas en el restaurante del aeropuerto dispuestas a un plan de viernes por la noche. Dos de ellas sedientas, las tres enamoradas. Ambas no conciben que me conforme con beber té, luego descubren que por las cantidades que ingiero soy casi una carga social.

Repetimos información sobre la violencia Caracas-Mérida, lo que leemos, lo que vemos, lo que vivimos. Yo la verdad con un poco de aburrimiento porque últimamente es lo único que hago con gente muy brillante, repetir información, de esas limitaciones que dan pereza. Olga, a quien conocí primero, en un bar clandestino (ya no tanto) en Mérida, sale al ruedo previendo mi inminente ladilla y con solo dos cervezas comienza a relacionar el caso venezolano con otros para repetir que somos un caso particular, casi bostezo. Sin embargo, sentí un guiño cuando mencionó a Hannah Arendt, la reunión acababa de convertirse en un encuentro de ñoñas tuiteras. El plan se estaba gestando.

Llegó el sexto vaso de cerveza (les advertí que no tomaran de la lata por un asunto de ratas que hace poco aprendí). Luisana hablaba sin remilgos de la estupidez institucionalizada, más que esa queja común, se refería a esos tres tipos de criminales que según Arendt fundan el horror del autoritarismo. Las tres coincidíamos que el más peligroso era ese ciudadano “nor-mal” que desde su pasividad por falta de reflexión se convertía en un sujeto acrítico que considera el poder como un modelo a seguir solo porque es poder y no otra cosa. Sin embargo, como sabemos que el venezolano es un caso particular, a ese ciudadano le agregamos el plus del disimulo que hace años ya había mencionado Cabrujas. Es decir, si este ser acrítico en algún momento con un fogonazo de lucidez llega a intuir que algo está distorsionado mantendrá su postura irreflexiva. ¿Los motivos? Pregunta Luisana, La incapacidad para pensar; respondo yo, carcajadas; ofrece Olga. Los mesoneros ya estaban encantados con nuestras risas impúdicas, eso que finalmente tejía nuestra amistad: la alegría, no la academia. Le preguntamos a uno de ellos qué diferencia hallaba entre conocer y pensar. No respondió pero pensó. Más risas. Le explicamos el porqué de la pregunta y nuestras carcajadas. Después de su buen trato el último plan era parecer pedantes, aunque estuviera latente. Él se quedó mirándonos y supuse que se sintió frente a tres Natalia Poklonskaya, pero sin la maternidad por Rusia. Era mi quinta taza de té verde, ya me convenía delirar.

De los otros dos tipos de criminales hablamos poco, sin embargo, estaba claro que también abundaban en Venezuela, el sujeto adoctrinado que en una búsqueda superficial de sentido prefiere dejar que el otro lo dirija, grité: ¡¿TODOS?! Y el sujeto nihilista, ese que considerando que ninguna causa vale la pena, distribuye su criterio a cualquiera que beneficie sus intereses (económicos, principalmente). Aquí nos detuvimos y señalamos que el individuo normal acrítico podía ser a la vez un sujeto nihilista, lo ejemplificamos con la figura del “raspacupos”, ese sujeto del que estábamos seguras, no le importaría el cambio de gobierno siempre y cuando la posibilidad de seguir desangrando divisas del Estado se mantenga. “Nihilnormalusdolarae” titubeó Olga con la octava cerveza en la mano derecha y el índice izquierdo apuntando el cielo. Las carcajadas se intensificaban. Reíamos como quien aprovecha un no-lugar para liberarse. En el aeropuerto sin barricada ni guardia que nos detuviera, fuimos.

Yo había dejado de beber té y ellas tomaban su novena y última cerveza. Naturalmente, estaban encendidas para seguir la rumba o el rumbo. Yo no estaba tan animada, aunque las ganas de bailar siempre me hacen dudar. Me ayudaron a precisar algunas ideas sobre Arendt y me distrajeron de una nostalgia que nunca supieron, me atragantaba. Pero nada de eso era excusa para dejarme arrastrar, como agradecimiento, a su fiesta criminal.

Para ese momento ya había dejado de sonar un set electrónico sabrosito de Bakermat y comenzaba un track de Wisin y Yandel que levantó a Olga de la silla con movimientos sensuales hacia Luisana. Ya lo impúdico trascendía las risas y la hora de irnos acababa de llegar. Luisana, tan obsesa como yo con la invisibilidad, le rogó prudencia. Pagamos y no me sorprendió que dos rondas algún desconocido las hubiese cancelado, sino que en un impulso de honestidad de los empleados las descargaran de la cuenta.

Ambas me agradecían la compañía y casi ebrias no paraban de abrazarme e insistir que nos fuéramos de fiesta. Era una tarde de triadas que Olga intentaría convertir en una noche de tríos, pensé y las abracé. Ningún plan es inocente y el mío camino a casa, continuaba. Dormir. 



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