C.M. no récord. Fragmento de impresión
Algunos dicen que hay libros que es mejor dejar para después. Yo
creo que algunos libros deciden cuándo atravesarse en tu camino. C.M. no récord de Juan Álvarez, una novela del 2011 decidió ponerme
a noventear en 2013 a pesar de que solo pude tenerla en mis manos en 2014
gracias a las condiciones económicas-socioculturales-políticas-loquesea del
país que, en mis caminatas exhaustivas, me permiten conocer las librerías que han cerrado y los
libros que no busco. Pertinencias atemporales del subdesarrollo.
En mi eterna condición de lectora
debutante debo decir que “lo que más me gustó de la novela fue…” su capacidad
de movilización. No puede haber lectura pasiva de C. M. no récord porque te pone música en la cabeza, la imaginas, la
tarareas, la bailas, la gugleas. Aquí podría hablar de los recursos narrativos
y todas esas cosas que se dicen en una reseña o en una clase, pero eso sería un
trabajo para el maestro Rocallero, personaje que me reprocharía gritar mis
impresiones y no guardar silencio. Ese viejo sentencioso, cínico, neurótico,
sucio, alcohólico, materia prima del rocanrol. Lo necesario para sobrevivir.
Me pregunto si la novela me hablaba
de una banda o del público, o de los empresarios, o del futuro, de las
imposibilidades de la fama, de su sospechosa relación con el talento, o de las
posibilidades de la armonía: unas punketas, un rapero y un grupo de rock con un
pianista académico desmitificando los conflictos de convivencia. Me pregunto si
la novela me hablaba o me dejó claro que la gente se pelea por fama, por plata,
por sexo, por política, por religión, por soberbia, pero no por música.
Si uno no vivió en Bogotá y
tampoco fue un adolescente en los 90’s (yo sí lo fui), solo debe dejarse pasear por la novela,
y con las respectivas distancias, darse cuenta de que la movida latinoamericana
del rock en esa década compartía el sentido de un tiempo convulsivo ansioso de
transformaciones que la música ya estaba adelantando. Principalmente en
Colombia, donde la tragedia, desamparada, improvisaba caminos. Un paseo para recordar
los 90’s con sobriedad, sin morbosear Bogotá con el cliché noventero/violentero,
haciéndole caso a cierta elipsis en el título de la novela que parece señalar con
dos letras iniciales que hay cosas que es mejor abreviar en el tránsito por la
memoria, como ajusticiando la violencia y la muerte con el desinterés por el
dolor con placer voyerista.
En esta novela, no me gustó
recordar mi traga adolescente por Jonathan Davis y que Pac, Vicente, Lucas y
Tomás asombrados por el futuro en internet no pudieran aparecer en Youtube, escucharlos
hasta aburrirme sin tener que limitarme a mi torpe imaginación con la trompeta
de Vicente. Me gustó la incomodidad de estos músicos porque “Padecían el mal gusto de la redundancia mediática incapaz de preguntarse
más allá del lugar común binario compromiso-político/no-compromiso político”. Me
hicieron pensar en las editoriales con numerosas publicaciones y poca
producción literaria, comprometidas con el mercado, forjando una estética de
lugares comunes abusando o malusando lo escatológico, lo violento, lo sexual, lo maravilloso, una baranda para
sostener historias que tosen en la prioridad. Asociaciones que me gritan desde la arquitectura del Best-seller.
Hay partituras para todos. Algunos deben esperar.
Comentarios