2021
Por la mañana coagulaba la sangre
y las heridas no le impedían levantarse a preparar y servir desayuno. Matías
despertaba los domingos a medio día. Los abrigos le permitían a Martina
esconder los golpes, caminaba por la montaña. No lloraba, no gritaba, pero, sobre
todo, no maldecía.
¿A dónde fuiste toda la mañana?,
a buscar leña le dijo mientras la ponía en la mesa extendiendo sus brazos con círculos
deformes y multicolores. Hacía tres meses de su aborto involuntario, viejas
cicatrices que se rodeaban de nuevas compañeras.
Martina no se acostumbraba al
campo, tampoco lo odiaba, pero su rutina por veintitrés años fue citadina.
Más sobreviviente que bucólica, su
vida en el interior del país le ayudó a ver su miseria humana en la de los
demás, si es que eso se puede considerar ayuda. Por las noches recordaba a sus
padres, siempre opuestos a la imposición y sostenidos en los restos de dignidad
que no se dejaron arrebatar. También recordaba la noche que irrumpieron en su
casa, los golpes, los gritos los disparos. “Malditos escuálidos” es la única
frase de esa noche que le late en las sienes. Padres amenazados y luego
asesinados, motivos sumados a la falta de comida. Si ya formaba parte de esa
jauría prefería irse al campo a desplegar su propio salvajismo.
No sobrevivió a la tragedia, vivía
para recordarla/recrearla/creerla, así lo quisieron aquellos. Tres días pudo
refugiarse en la casa de su novio, quien alcoholizado ya se había convertido en
carga familiar, los echaron y aunque sabía que Matías sería el primer hombre
que la penetraría, también sabía que esa decisión debía pasar por mutuo
acuerdo. Pero, entre el alcohol y el desamparo encontró razones para justificar
la primera violación.
Hija de maestra de kínder y
comerciante de ferretería, Martina podía defenderse con cierta fortaleza,
aunque no con mucha seguridad. Construyó con ayuda de Matías una diminuta casa
de madera, que al principio no sabía si le parecía chistosa por lo pequeña o
por la madera. No sabían de felicidad, pero sí de calor. Los andes tropicales podían
llegar a congelar el hígado si uno se dejaba.
Desarrolló una obsesión con la
limpieza que aprovechó para ganar dinero. Ahorraba cuanto podía, quería irse,
reunía para pagarle a un bachaquero
que le sosegara el alma y el cuerpo cruzando la frontera hasta lograr
esconderse y lamentar los prejuicios de su madre cuando, catorce años atrás, se
opuso a que el marido nacionalizara colombiana a su hija, como si se tratara de
la inoculación de un gen maligno en lugar de un (preventivo) trámite legal.
Legal. ¡LEGAL! ¿Qué significaba eso en otro país? ¿En cuántos idiomas podría decirlo?
Cada bolívar estuvo ahí, en la
caja metálica que alguna vez contuvo galletas, cada billete de un país sin
moneda porque nada valían. Aunque lo haya pensado, Matías nunca la robó. Muchas
veces violador, pero nunca ladrón. Hacía sus propios trabajos de albañilería
para proveerse de aguardiente.
Nunca le mintió, Martina siempre
le habló de sus planes, quizá intentaba persuadirlo para que la acompañara, él
solo hablaba de la neblina y lo insegura que hubiese sido una casa como esa en
la ciudad donde vivían.
Su madre, propietaria de un
título universitario, siempre le habló de Dios, su padre administrador de un
negocio heredado conocía algunos libros. De alguno de ellos recordó unos cerdos
la madrugada rumbo a la frontera. Repentinamente le pareció que su apellido era
Suidae, dejó de respirar para gruñirle a sus jóvenes patas rosadas, no podía
ser de otra manera en aquel camión que apiñaba almas resignadas a tener como
futuro una pira que, al menos, las aprovechara. Pensó en el sabor de las
chuletas que su madre preparaba con miel. Cuando notó que nadie la observaba,
se lamió la rodilla. Tragó saliva. Se imaginó a Dios, pero todavía no podía
creer en él.
Sin embargo, en voz baja decidió
agradecerle que pudiera llegar esa mañana con el cuerpo entero, sabía todo lo
que sucedía en esa clandestinidad. Cambió los bolívares que le quedaban por
plata de verdad; cincuenta mil pesos. Infinitas lavadas y planchadas durante
once meses materializadas en aquel billete. Pudo haber sido de otra
denominación si hubiese incluido mamadas.
Recordó a Tom Hanks en aquella
película donde hablaba con una pelota, no se sentía rescatada, pero lo recordó.
Allí estaba en la ciudad fronteriza, todavía acechada por la geografía del mal
que ya no pisaba. Recorrió lo que pudo a pie; centros comerciales, sus
estructuras, su olor, no estaba lo suficientemente harapienta para no hacerlo,
una arquitecta no podía permitírselo.
.
.
.
.
.
.
Comentarios