Thelos

La buena vida siempre es fría, esa que viene en los helados, las merengadas, los postres, los días lluviosos, pero sobre todo en la indiferencia. Margarita no era el nombre que merecía la hija del chef. Una mujer que contempla con la tolerancia de quien reconoce la medianía y la carencia. En ambas cosas me transfiguraba cuando vaciaba su mirada sobre mí y yo no tenía como evitarlo. Ella me excedía y se convertía en diosa no solo por ser menor que yo y a la vez atemporal, fragmentaria, sino por esa magra frialdad que la hacía tener cara de Thelos, no de Margarita. Porque verla era un acercamiento a la verdad: mi imposibilidad de sostenerle una conversación, desvestirla es una opción si se propone  jugar conmigo.

“Lepheromone” es el restaurante del señor Fer, como todos lo conocen, un tipo elegante divorciado, padre soltero, químico retirado dedicado a la cocina. De todas las exquisiteces que prepara Fer, como me atrevo a llamarlo por la cercanía que me inspira, solo disfruto de los tequeños, a veces me gustan más que el rap o las latas de pintura y me siento culpable por no desear con el mismo entusiasmo los demás platos, como su “carmínea tuw” algo con cardamomo, puré de papas, jamón y pasas, una armonía que solo entendí en clases de Estética. Al comienzo, pensé que mi trabajo de medio tiempo en “Lepheromone” solo me serviría para costear mis materiales, no para entender el sentido social de mi carrera como diseñador, y, aunque no cocinaba, para Fer, mi trabajo consistía en una retórica visual que se adelantaba al gusto, la decoración de los platos era el umbral del “¡Qué vaina más buena!” de los clientes. Le agradecí su manera de valorar mi trabajo y luego le dije que los negros no hacíamos historia, más por la distancia que me proyectaba su hija que por mis diseños con la comida. Algo que puedo confirmar si menciono aquel jueves atrapados por la lluvia en el restaurante: después de limpiar y fregar se chorreaba el cielo por las calles, abrigarnos era inminente, calentar tequeños también, se lo propuse y asintió; jamón, queso derretido, Margarita, el frío y yo. En ese orden estábamos distribuidos esa noche que nada me impide pensar como romántica aunque hace pocos días ella no haya recordado lo que habíamos comido. Olvidar los tequeños era una manera de decirme que yo no había participado de su historia aquella noche, que ella ganaba, como si ignorándome cumpliera con su propósito en la vida, es posible que tampoco haya recordado la lluvia, el frío formaba parte de ella y yo tenía fe en las tormentas.


Intuyo que Margarita y yo tenemos algunas conversaciones que entablar, ella es mujer, yo soy negro, la marca de los derrotados nos pertenece pese a que ella insista parecer vencedora desde su distante serenidad. Hace unos días salí a buscarla, un atrevimiento sin sentido, ¿qué iba a decirle?, ¿cómo iba a hablarle?, una decisión que no olía a progreso. Sin embargo, pensé que podía hablarle de su cara de Thelos o que podría mostrarle mi portafolio impreso, que evaluara mi trabajo más allá de lo que veía en el restaurante de su padre, luego pensé en amor y sexo no sé si se desvanecía la valentía o la voluntad e intentando definirlas se me iba la patineta por la universidad donde podía encontrarla hasta que llegué a la mía. Sin clases y con un muro gris detrás de la garita de vigilancia que tenía cara de documento, otro rostro que yo construía sin posibilidad de diálogo aunque ese día ella hubiese estado ahí, sorpresivamente, en mi biblioteca, cerca de mis compañeros, de los libros que yo también revisaba, ojeando quién sabe qué tema, construyendo un futuro donde yo era margen y ella utopía. Insinuándome con su concentración en el texto que al salir no leería un mural con letras anaranjadas y fondo gris que decía “Thelos”: color y discurso de los que caemos con gusto.
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