Condom Fest
Condom Fest
A
Andrea Mora
Aún siento comprimidas las paredes
de mi vagina. Una hora o menos he estado tratando de adivinar por qué desperté
en mi cama. El catorce de febrero me llegó la invitación al “Encuentro de Jóvenes Promesas”,
ese día bostecé al pensar en las caras de las promesas que ya no se cumplirían,
pero ya eran muchos días de hambre, y cobrar por fotos de gente que sabe hablar
de sí misma siempre puede ser divertido, aunque en mi portafolio los rostros se
repitieran. Me duelen los muslos, no
recuerdo ninguna caída. El lugar del evento abundaba en adornos con efecto
estérico fáciles de la indiferencia colectiva. Capturé un par de imágenes con
floreros sobre hornillas de cocina; llamar la atención era un propósito
legítimo, sobre todo en una fiesta que quiso llamarse “Condom Fest” y servía
cocteles en diminutas pocetas de plástico. ¿Por
qué me arden los pezones? El de labios gruesos y camisa amarilla alababa
con euforia todo aquel eclecticismo forzado, era muy temprano para adjudicarle un
delírium trémens, así que me dediqué a trabajar de la única manera que lo hace
un buen fotógrafo, aguantando la respiración.
*
Mientras
trabajo solo me abstengo de emborracharme, nunca de beber. El alcohol me da ese
sentido político de la fotografía documental, mostrar y negar a la vez, una
imagen como prueba a costa del resto que no pudo ser capturada. Son todas esas
copas que se rechazan cada vez que aceptamos una. Hay división de clases en la
bebida, el güisqui siempre estará apartado para los sabidos que se mueven poco,
la cerveza es el elixir de la gente que baila y conversa, mientras que los
apasionados siempre llevaremos algunas onzas de vodka en la cartera. Además de
la integración, el sentido político del alcohol también está en cuestionar la acusación
de la presunta borrachera, ese “no estoy borracho” en el que insistimos con el
cuerpo balanceándose. Cuestionar, insistir, qué sobrios estuvimos frente al
poder.
*
Para
mí, la fiesta comenzó cuando llegó Victoria, se notaba su presencia por
compromiso. Lacónica y coprolálica, miraba su entorno reconociendo una
tipología de la insuficiencia. Nunca me molestó mi inferioridad frente a ella,
quien ni siquiera se molestaba en verme así. La amaba, a ella y todas sus
posibilidades de evitar el contacto humano. Todo se lo podía permitir, tenía
veintisiete años y su última novela sobre una nación que debió proyectarse sin
Dios para reconstruirse visibilizó el cómodo sillón de mi mediocridad, lugar
donde alardeaba de unos poemas que se me mostraron como un saco de bonitas metáforas
huerfanitas de ideas. Me acerqué, le dije que su novela me pareció interesante,
después de su sonrisa de labios apretados escuché mi propio eco:
“in-te-re-san-te”, lo intenté, otra vez, con menos torpeza: “La relación entre
el hombre y lo divino en la novela es la de una persecución mutua no jerárquica”.
Esta vez, la sonrisa no traía los labios apretados y respondió afirmando que me
escribiría porque debía marcharse. No le di mi número de teléfono ni mi mail,
pero dijo que me escribiría y le creí, porque ese es su trabajo y porque es una
diosa.
*
No encuentro los analgésicos.
Parto la palabra en dos: anal-gésicos.
En el cuarto de revelado se van amontonando algunas fotos que tomé desde el
suelo, debajo de la mesa repleta de vasos con vodka gratis. No, el culo no me duele. Una foto muy
particular muestra los zapatos brillantes que transparentan los pies
enrojecidos de Reyna después de pasar casi toda la noche tratando de lograr con
sus sonrisas lo que sus poemas no habían alcanzado; seducir al editor francés
invitado por la “Fundación Jóvenes Promesas”. Un hombre blanco con una nariz
arabesca que administraba la luz en su rostro, le iluminaba o le ensombrecía el
perfil dependiendo del giro de su cabeza. ¡Por
Dios, tengo el rostro de Janis Joplin! Cuál fue la razón que cuestionó la
homosexualidad de Reyna que hasta esa noche era novia de Adriana, mi compañera
en la universidad y la fotógrafa favorita
de las editoriales nacionales. Necesito
dormir, debo revelar. No era lo
puta, sino lo utilitaria. Despotriqué viendo el pie de Ismael, el poeta
adolescente de moda, frotarle la vagina por debajo de la mesa y de la faldita
verde brillante. Me embelesé y pensé en un par de adjetivos dignos, pero nunca
se me dieron bien, así que solo la taché de engavetada con toda esa luz
cautivada en la palidez de sus hombros sorprendidos. ¡Debo revelar!
*
Se
me resbala de los dedos una fotografía, muestra las redondas y entristecidas
nalgas de Germán. De espaldas a mi cámara y frente a un espejo busca lograr la
foto más in-te-re-san-te de la fiesta. Era quien más pertenecía al decorado con
su posado look despreocupado-cuidadosamente-acabado. La joven promesa que más
leo y menos me gusta, quizá porque siempre insisto en tropezarme con el genio
más allá del fundamental “escribir bien” de las técnicas narrativas harto
manoseadas. Fue el único que pidió la palabra en la fiesta, y en su discurso
usó el adjetivo “umbroso” un poco menos de diez veces. Pretendía que nos
preguntáramos por la ortografía de la palabra para que no nos preguntáramos por
el sentido de su discurso. Con foto en mano, he de confesar que capturar a Germán
fue mi mejor trabajo. Una espalda que se veía dispuesta al diálogo con la
carnosidad de un culo subsumido en los pliegues del pantalón y al que parecía habérsele
negado la diversión. Esa confesión fue un verso en mi fotografía.
*
No
es muy diferente la fotografía documental que hago para la revista de este tipo
de fotografía socialité. La gente dentro de ellas solo es imaginable, ni me
identifico ni me identifican, nada más me aproximo a la legibilidad que las
imágenes me ofrecen. Eso contesto a la pregunta sobre mi gusto hacia la
fotografía que siempre tendrá como objeto la sorpresa, ese encanto de lo
invisible.
*
Revelando
la última foto, las paredes de mi vagina se descomprimían, daban paso a una
sensación de dilatación palpitante. Era la primera vez que me emborrachaba
trabajando, era la primera vez que servían buen vodka. Creí saber por qué había
amanecido en mi casa cuando leí en el reverso de mi brazo:
"Tú nunca sabrásque te amo,
que duermo cerca de la muerte
y sacudo mi reclusión."
Pero la ilusión de un romance
furtivo terminó cuando Google me dijo que se trataba de Lars Forsell, un poeta
que estuve leyendo en la fiesta con mi vaso y un lapicero sin cuaderno. Me
obligué, entonces, con más fuerza a recordar cómo había llegado el “condom
fest” a mí. Pero el deslizamiento de un líquido caliente que comenzó a
descender repentinamente entre mis piernas
explicó que yo había amanecido en mi cama y no en la de
otro-otros-otra-otras porque el dolor de vientre que acompaña al síndrome
premenstrual había podido con la borrachera trayéndome a casa sana y célibe.
*
Tengo veintitrés años, aún no
reconozco todos los síntomas de mi periodo y, aunque gozo mi trabajo, a veces
me gustaría quedarme en casa como cualquiera de esos escritores que quise fotografiar
en la fiesta a la que no asistieron por sospechar de cualquier promesa.
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