Condom Fest

Condom Fest
A Andrea Mora
Aún siento comprimidas las paredes de mi vagina. Una hora o menos he estado tratando de adivinar por qué desperté en mi cama. El catorce de febrero me llegó la  invitación al “Encuentro de Jóvenes Promesas”, ese día bostecé al pensar en las caras de las promesas que ya no se cumplirían, pero ya eran muchos días de hambre, y cobrar por fotos de gente que sabe hablar de sí misma siempre puede ser divertido, aunque en mi portafolio los rostros se repitieran. Me duelen los muslos, no recuerdo ninguna caída. El lugar del evento abundaba en adornos con efecto estérico fáciles de la indiferencia colectiva. Capturé un par de imágenes con floreros sobre hornillas de cocina; llamar la atención era un propósito legítimo, sobre todo en una fiesta que quiso llamarse “Condom Fest” y servía cocteles en diminutas pocetas de plástico. ¿Por qué me arden los pezones? El de labios gruesos y camisa amarilla alababa con euforia todo aquel eclecticismo forzado, era muy temprano para adjudicarle un delírium trémens, así que me dediqué a trabajar de la única manera que lo hace un buen fotógrafo, aguantando la respiración.
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Mientras trabajo solo me abstengo de emborracharme, nunca de beber. El alcohol me da ese sentido político de la fotografía documental, mostrar y negar a la vez, una imagen como prueba a costa del resto que no pudo ser capturada. Son todas esas copas que se rechazan cada vez que aceptamos una. Hay división de clases en la bebida, el güisqui siempre estará apartado para los sabidos que se mueven poco, la cerveza es el elixir de la gente que baila y conversa, mientras que los apasionados siempre llevaremos algunas onzas de vodka en la cartera. Además de la integración, el sentido político del alcohol también está en cuestionar la acusación de la presunta borrachera, ese “no estoy borracho” en el que insistimos con el cuerpo balanceándose. Cuestionar, insistir, qué sobrios estuvimos frente al poder.
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Para mí, la fiesta comenzó cuando llegó Victoria, se notaba su presencia por compromiso. Lacónica y coprolálica, miraba su entorno reconociendo una tipología de la insuficiencia. Nunca me molestó mi inferioridad frente a ella, quien ni siquiera se molestaba en verme así. La amaba, a ella y todas sus posibilidades de evitar el contacto humano. Todo se lo podía permitir, tenía veintisiete años y su última novela sobre una nación que debió proyectarse sin Dios para reconstruirse visibilizó el cómodo sillón de mi mediocridad, lugar donde alardeaba de unos poemas que se me mostraron como un saco de bonitas metáforas huerfanitas de ideas. Me acerqué, le dije que su novela me pareció interesante, después de su sonrisa de labios apretados escuché mi propio eco: “in-te-re-san-te”, lo intenté, otra vez, con menos torpeza: “La relación entre el hombre y lo divino en la novela es la de una persecución mutua no jerárquica”. Esta vez, la sonrisa no traía los labios apretados y respondió afirmando que me escribiría porque debía marcharse. No le di mi número de teléfono ni mi mail, pero dijo que me escribiría y le creí, porque ese es su trabajo y porque es una diosa.
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No encuentro los analgésicos. Parto la palabra en dos: anal-gésicos. En el cuarto de revelado se van amontonando algunas fotos que tomé desde el suelo, debajo de la mesa repleta de vasos con vodka gratis. No, el culo no me duele. Una foto muy particular muestra los zapatos brillantes que transparentan los pies enrojecidos de Reyna después de pasar casi toda la noche tratando de lograr con sus sonrisas lo que sus poemas no habían alcanzado; seducir al editor francés invitado por la “Fundación Jóvenes Promesas”. Un hombre blanco con una nariz arabesca que administraba la luz en su rostro, le iluminaba o le ensombrecía el perfil dependiendo del giro de su cabeza. ¡Por Dios, tengo el rostro de Janis Joplin! Cuál fue la razón que cuestionó la homosexualidad de Reyna que hasta esa noche era novia de Adriana, mi compañera en la universidad y la fotógrafa  favorita de las editoriales nacionales. Necesito dormir, debo revelar. No era lo puta, sino lo utilitaria. Despotriqué viendo el pie de Ismael, el poeta adolescente de moda, frotarle la vagina por debajo de la mesa y de la faldita verde brillante. Me embelesé y pensé en un par de adjetivos dignos, pero nunca se me dieron bien, así que solo la taché de engavetada con toda esa luz cautivada en la palidez de sus hombros sorprendidos. ¡Debo revelar!
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Se me resbala de los dedos una fotografía, muestra las redondas y entristecidas nalgas de Germán. De espaldas a mi cámara y frente a un espejo busca lograr la foto más in-te-re-san-te de la fiesta. Era quien más pertenecía al decorado con su posado look despreocupado-cuidadosamente-acabado. La joven promesa que más leo y menos me gusta, quizá porque siempre insisto en tropezarme con el genio más allá del fundamental “escribir bien” de las técnicas narrativas harto manoseadas. Fue el único que pidió la palabra en la fiesta, y en su discurso usó el adjetivo “umbroso” un poco menos de diez veces. Pretendía que nos preguntáramos por la ortografía de la palabra para que no nos preguntáramos por el sentido de su discurso. Con foto en mano, he de confesar que capturar a Germán fue mi mejor trabajo. Una espalda que se veía dispuesta al diálogo con la carnosidad de un culo subsumido en los pliegues del pantalón y al que parecía habérsele negado la diversión. Esa confesión fue un verso en mi fotografía.

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No es muy diferente la fotografía documental que hago para la revista de este tipo de fotografía socialité. La gente dentro de ellas solo es imaginable, ni me identifico ni me identifican, nada más me aproximo a la legibilidad que las imágenes me ofrecen. Eso contesto a la pregunta sobre mi gusto hacia la fotografía que siempre tendrá como objeto la sorpresa, ese encanto de lo invisible.
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Revelando la última foto, las paredes de mi vagina se descomprimían, daban paso a una sensación de dilatación palpitante. Era la primera vez que me emborrachaba trabajando, era la primera vez que servían buen vodka. Creí saber por qué había amanecido en mi casa cuando leí en el reverso de mi brazo:
"Tú nunca sabrás
que te amo,
que duermo cerca de la muerte
y sacudo mi reclusión."
Pero la ilusión de un romance furtivo terminó cuando Google me dijo que se trataba de Lars Forsell, un poeta que estuve leyendo en la fiesta con mi vaso y un lapicero sin cuaderno. Me obligué, entonces, con más fuerza a recordar cómo había llegado el “condom fest” a mí. Pero el deslizamiento de un líquido caliente que comenzó a descender repentinamente entre mis piernas  explicó que yo había amanecido en mi cama y no en la de otro-otros-otra-otras porque el dolor de vientre que acompaña al síndrome premenstrual había podido con la borrachera trayéndome a casa sana y célibe.
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Tengo veintitrés años, aún no reconozco todos los síntomas de mi periodo y, aunque gozo mi trabajo, a veces me gustaría quedarme en casa como cualquiera de esos escritores que quise fotografiar en la fiesta a la que no asistieron por sospechar de cualquier promesa.


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