
El grito que se le atoraba en la vagina convertía cualquier
desperdicio en placer. La ruptura fue espontánea, el hombre lloró, la sangre
corrió y todavía quedaba mucho por hacer: enterrar los cadáveres con las carencias
que les sobraban. Yo los vi. Yo recogí el basurero de falsas citas. A ella el
cabello le caía a la cintura, a él los tatuajes, también. Mirona, voyerista o
fisgona solo podía escuchar una cosa: “¡REVOLUCIÓN!”. Nacía el grito viscoso.
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