The Ramon Punk
Los pies bonitos, los ojos bonitos, la sonrisa bonita, el
temperamento repugnante, así es Ramón. Lo conocí en la academia de arte, un lugar
raro para los que creen en el arte ¿o en la academia? Yo era pasante del
profesor Briceño, me encargaba de ser una especie de curadora de los trabajos
de los estudiantes nuevos, recuerdo que era muy sutil reconociendo los pobres
trabajos pobres. La libertad de la que se ufanan los artistas es umbral para que otros
también tengamos la razón.
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Foto: Push on, Karim. Por: Zuriel Torres |
Ninguna de las obras me quitaba el hambre, ninguna excepto
la de Ramón. Fotografías colgadas en cuerdas como pantaletas al aire, alternadas
con ilustraciones del universo, sobre madera. Recuerdo que robó particularmente
mi atención una galaxia con muchas chispas amarillas que simulaban ser estrellas,
diminutos insectos extraterrestres o nieve galáctica, era todo muy pequeño para
precisarlo, pero bastante armónico para experimentarlo, al menos yo sentí ese
ojo artístico que me empujaba a flotar. Pedí conocer al artista porque había
decidido hacer mi informe sobre aquellas pinturas y, principalmente, sobre aquellas
fotografías que movilizaban en un rectángulo historias sobre la pluralidad de
la verdad. Una de ellas, y que aún disfruto recordar, es la de una niña de espaldas en un campo abierto. Aquella imagen en blanco y negro me sugería los roles de
una infancia plena donde la melancolía juega a dar sus primeros pasos con preguntas sobre el mundo, la condición humana y los helados.
Apareció Ramón con la ropa tres veces más grande que la de
su talla, una gorra amarilla y creo que no llevaba zapatos, podría asegurar que iba descalzo.
Cara de delito, pies de jevita, fue mi primera impresión, la segunda fue peor,
hablaba poco y cuando lograba decir una oración con más de cinco palabras solo
despotricaba y me asustaba, no dejaba de ser inteligente pero me hacía pensar
en Schopenhauer cuando decía que una
persona enojada es menos capaz de usar el juicio o percibir donde están sus
ventajas. Odiaba el calor, el frío, los viejos, las viejas no tanto, los
sifrinos, el vallenato, el rojo, las discotecas, las gordas con leggins, la
tierra en los zapatos, los buses, el piso muy limpio, la comida muy fría. Sin
embargo, en la tercera impresión me enamoró, fuimos compatibles en dos cosas: su
obra expuesta en la academia y ninguno de los dos quería suicidarse. Hablaba de
su trabajo como lo haría una madre de su hijo en la guerra, con amor y
desprendimiento, dejándole a Dios lo que él quisiera. Abandonó el tono temperamental
al escucharme hablar de lo que percibí en su trabajo, apreció que le
dedicara atención a la fotografía de la niña, dijo que aquel era un cementerio
y, ciertamente, quiso retratar el dejo de tristeza que significa la muerte de
la infancia cuando aún no estamos preparados para abandonarla. No sé cuántas
veces suspiré al escuchar aquello. Ramón sabe cómo decir las cosas, creo que lo
aprendió de tanto ser callado. Es parco con las palabras no así con las ideas. La
primera vez que nos besamos lo supe, la lengua le pesaba de todo lo que no había dicho. Ya no le pesa tanto, escupe algunas cosas antes de besarme, a
veces me escupe a mí.
Después de varios años sigo compitiendo con el PlayStation por un poco de atención del artista, pero hoy él me lo ha revelado, ha dejado el mando
inalámbrico en mis manos y lo comprendí, adopté una postura a lo Smigol Style y
toda la eternidad se posó en ese instante sobre mi espalda, solo quería Doritos
y victoria. El cementerio de la fotografía aún no alcanza nuestra infancia y lo saben nuestras habitaciones separadas. He ganado todas
las jugadas, me río. Ramón me dibuja una cara de intrusa antes de desconectar la
consola.
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