Bremen 2009
Soy homosexual desde hace cincuenta y dos
años. Husmeo el diario de una adolescente de diecinueve. No son muchas las
líneas que se necesitan para narrar el fracaso. Husmear como hombre y analista
del discurso para sopesar la mugre en los pliegues del cuello que pretende
sostener mi cabeza. La historia del viejo con la adolescente no es novedosa, y,
por defecto, tampoco lo es mi experiencia de una discapacidad intelectual en
aquel frío año alemán donde me hundí deletreando la palabra pan-ta-le-tas.
Mi sentido común es flexible y arrastra
una página detrás de la otra en el cuadernito verde que logré rescatar para
recuperar en el diario de Cata un testimonio que reconstruya el mío, que
me confirme que, no solo por estar vivo,
soy el salvado.
21 de julio
Nunca pensé que mi
aborrecimiento inicial sucumbiera al embeleso. La deformación en su cara era
más propia de la angustia que de la fealdad. Le pedí que me mirara, nunca me
reflejé en sus ojos, las gotas de sudor que dejaba su vaivén en mi pecho
delataban una pasión fría, como los granizados de limón después del ballet.
Fui el feo y el frío de su
posible catálogo, también el que cogió angustiado, el que parado en la cima
recibe el estremecimiento de la brisa mirando el horizonte, pero conciente del
acantilado. En cada línea veía un diente blanco asomado por
la sonrisa pícara y, a veces, cruel:
03 de noviembre
Me enamoré de él como
me hubiese enamorado de otro, por su brillantez, la inteligencia no le bastaba
porque suponía que a ella estábamos obligados todos. De su cuerpo fui y vine
muchas veces, pero de su forma del pensamiento nunca regresé.
Usé el diario de Cata como el mosaico que espera por más teselas, porque, como Witold
Gombrowicz en Pornografía: no me fío
de un pensamiento que se libera del sexo. Sin embargo, tampoco me fío de un
pensamiento que hace del sexo un testimonio sin distanciamiento porque se
refugia en lo sentido sin ser comprendido. Porque se le dificulta salir de la
experiencia sexual para observar las condiciones en las que se dieron.

03 de agosto:
No hubo dinero para el
hotel. Eso creí. En su casa, distinta a como me la había imaginado, resaltaban los
colores tierra, era como estar en una cajita sepia de dos pisos, una caja de
música triste pero serena donde yo podía bailar en el centro y lo hice. Vi mis
pantaletas guardadas en una caja de zapatos blanca y brillante, en el piso,
junto a la biblioteca. Cada una de las que compró, me puso y me quitó. Secas en
la caja, las froté, sentí la textura de esperma molido. Quizá la prueba, quizá
la explicación de que nunca pudo vaciarse en mí. Hoy bebimos cervezas.
Releí el diario obsesivamente,
como el protagonista de La llave de Tanizaki. Lo esculcaba con imaginación,
seducido por la idea de que ella lo escribía para mí. De algunas preposiciones,
de algunos participios, incluso de los puntos y seguidos salían dedos delgados
señalándome, otras veces, señalaban una especie de escenario de máscaras, una
variación de la tragedia donde no se sabe quién es la víctima ni quién el
asesino. Pero este no era el caso de confusiones, sino de algo que no parecía
verdad pero nos convencía y no nos incomodaba, como un juego; el de bajarse de
una cruz para subirse a otra. Eso reconstruí.
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